Era una gracilidad, una soltura, una destreza y, sobretodo, una perfecta descordinación impropia de alguien tan dulce.
Quizás la verdadera sorpresa era que esos movimientos partían de un cuerpo masculino, aún pueril y joven.
Agarrar las manos es perderse, desorientarse, obnubilarse. Es sentirse torpe y rígida. Es una sensación indescriptible que me hace admirar la belleza del propio ser en movimiento.
Como si de la misma cinética se tratara, aquella noche el Arte estaba en su cintura.
(Y quise perderme en él)
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