viernes, 8 de enero de 2016

Él vivía en una ciudad donde el mar traía el frío, donde las manos eran agujas para tejer bufandas infinitas con sus pestañas. Donde los labios eran espadas ardientes y afiladas para derretir el glacial de un verde a su lado.

Me gustaba su nueva ciudad tanto como me gustaba él, tanto como me gustaba arañarme los brazos en cada una de sus esquinas. Tanto como me gustaba mentir para verle. Ese día el cielo era de un azul claro, un azul tupido y perfecto para cubrirnos con su manto y ocultarnos del resto del mar.

Nos hundimos bajo el cielo con la suerte de tener si aire.




Siempre supiste a Mayo.

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